Oliver corría por las angostas calles de Londres, mientras
sentía la transpiración bajar por su frente. Había dado tantas vueltas y tomado
tantos callejones que no sabía cómo aquel hombre al que había robado podía
seguir persiguiéndole. Con el reloj de bolsillo que había hurtado en mano,
Oliver recordaba lo que le había dicho su padre sobre el saqueo: “Robar no es
una manera digna de ganarse la vida, hijo mío. Triunfarás trabajando duro;
Robando solo perjudicas a los demás y, más tarde, a ti mismo”. Sabía que si su
padre se enteraba del indecente acto que había hecho, lo castigaría; pero era
por el bien de la familia, ya que habían echado a Oliver de su antiguo trabajo
e iba a necesitar algo de dinero hasta que consiguiera un empleo en las nuevas
fábricas. Entonces, en lo único que podía pensar Oliver mientras corría por su
vida, era en todos los pasadizos conocidos en los que podría escabullirse. Cuandon encontró el lugar perfecto, aceleró y entró en un callejón sucio y oscuro.
Esperó unos minutos. Cuando finalmente estuvo seguro de que nadie lo había
seguido, salió de aquel despreciable lugar para conseguir algo de dinero
vendiendo ese artefacto que le había costado tanto conseguir.
Luego de obtener el dinero del reloj, Oliver regresó a su
humilde hogar donde lo esperaba su madre que cocinaba gachas con cebolla,
tratando de hacer su segunda comida del día lo más comestible posible. Ayudó a
su madre con la cocina. Llegó su padre y se sentaron a comer las repugnantes
gachas. Él habló del trabajo y su madre también lo hizo, pero Oliver estaba
ocupado pensando en el futuro; si lo atraparan, si conseguiera trabajo, si
alguna vez pudiean dejar de comer las repugnantes gachas y tener una vida
mejor.
Tres días después de
una ardua búsqueda, Oliver encontró empleo en una fábrica. Era como una enorme
casa de ladrillo con altas chimeneas, de donde salía un humo negro. Había
chimeneas sobre la fábrica y a sus costados y el trabajo de Oliver era
limpiarlas.
Cuando comenzó el trabajo, entendió por qué nadie quería tomar el puesto: cuando una chimenea dejaba de andar para que él la limpiara, la que estaba a su lado seguía echando humo, lo que hizo que Oliver se la pasara tosiendo el resto de la semana.
Cuando Oliver llegó a su casa el viernes por la tarde, su
padre extrañamente se encontraba sentado en la mesa con su madre. Ambos
susurraron hasta que se percataron de su presencia. Oliver pensó en todo lo que
podría haber pasado, hasta que su padre habló:
—Tenemos que hablar, Oliver. — dijo su padre y el chico se
quedó petrificado— Ven y siéntate.
— ¿Qué pasa?— contestó Oliver mientras se sentaba, con una
expresión de horror en su rostro— ¿He hecho algo malo?
—Para nada, hijo. —dijo su madre con su voz tan encantadora—
Tenemos buenas noticias.
— ¡Me han dado un aumento! — vociferó su padre, con una
emoción que solo se ve en un niño en su cumpleaños.
Oliver no podía creerlo, corrió hacia su padre y lo abrazó
con todas sus fuerzas.
—Podremos vivir un poco mejor, pero no creas que te
malcriaremos, sabes que ese no es nuestro estilo. — susurró en su oído mientas lo abrazaba.
Oliver rió y lloró, su madre se unió al abrazo y por fin sintió que todo estaría bien, que las cosas iban a ser justas y que la gente
que se esfuerza, en efecto, triunfa.
A la mañana siguiente, Oliver fue al trabajo con una sonrisa
que le hacía desentonar con los demás. Cuando llegó a lo que le gustaba llamar
“el control”, no encontró al Sr. Wilson, el encargado de asignar las tareas a
sus trabajadores y asegurar que todos
cumplieran con sus horarios. Entonces dejó una nota en su escritorio en la que decía que
había llegado y que empezaría por la chimenea más alta, ya que estaba de buen
humor.
Él y el Sr. Wilson eran buenos compañeros, a Oliver le gustaba el Sr.
Wilson porque nunca lo recibía con mala cara, y para el Sr. Wilson, Oliver era
un aprendiz, que le hacía recordar a su niñez. El muchacho se dirigió a la
chimenea más alta y subió la extensa escalera.
Cuando llegó a la cima, pudo ver
todo Londres a su alrededor. Aunque tuviera esa vista todos los días, nunca dejaría de asombrarse. Empezó a limpiar pero notó que algo faltaba y miró hacia
el interior de la chimenea. De repente, una ola de humo golpeó a Oliver en la
cara. Cegado por la nube negra, perdió el balance y en menos de un segundo, el
muchacho, que había decidido ir a la chimenea más alta, caía hacia un abismo del
que no volvería a despertar.
Muy bien, Sol. Buen trabajo.
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